Un no cuento de hadas: C entrelazadas (I)

Opinió / Lluís Abbou

 

Había una vez una princesa que nunca vivió un cuento de hadas. En parte top model, en parte santa y en parte mujer independiente de fin de siglo. Tenía 19 años cuando el príncipe le pidió que fuera su esposa. Tal requerimiento, aceptado con nerviosismo, envolvía mucho más que una romántica ceremonia en la majestuosa catedral de San Pablo y una vida feliz y pomposa al lado del futuro rey de Inglaterra. Diana Frances Spencer consentía también formar parte de la corona más antigua, acaudalada y anquilosada del mundo. Sin duda, una responsabilidad complicada, pero ella amaba de veras al príncipe. Aunque el zapato que éste le calzara era de la talla de Camila Parker-Bowles, o la otra.

Los británicos ya podían contar su propio y perfecto cuento de hadas. No obstante, desde que Spencer dejó de llamarle Sir Charles, actores secundarios de este cuento que no fue se encargaron de trazar las líneas complicadas de la historia. El codiciado príncipe había cortejado a numerosas jóvenes de la nobleza europea pero su relación con Camila, una mujer casada, superaba todo entendimiento. Diana, dueña de una prolongada herencia noble (descendiente de Enrique VII y pariente lejana de ocho presidentes americanos, de Winston Churchil, de Humphrey Bogart y hasta de Al Capone), no imaginaba siquiera los rigores protocolares del almidonado palacio.

Tres meses antes de la boda, recluida en los predios de la reina madre y mientras recibía tediosas clases de historia monárquica, percibía la indiferencia de su novio y la frialdad de su nueva familia. Todo parecía indicar que no se casarían dos, sino tres. La presión y la sombra de Camila originaron la bulimia de Diana. Ensayaba reverencias para dedicárselas a su suegra la reina, comía exageradamente, se sometía a flagelantes ayunos y se provocaba el vómito. La frecuente y nada disimulada comunicación e intercambio de regalos entre su novio y Camila la sacaron de quicio.

Diana había tenido una infancia triste y difícil. Sus padres se divorciaron en 1967. Esto la tornó en una muchacha frágil e insegura. Seguramente, los mejores momentos de esta etapa de su vida fueron los que pasó en su piso de soltera en Londres cuando se divertía con sus amigos y preparaba rollos de chocolate mientras se dedicaba al prosaico y plebeyo oficio de au pair y profesora en una guardería.

«No padezcas, después será mucho peor», le vaticinó a modo de broma la reluciente Grace Kelly cuando Diana asistió a su primera gala benéfica en Londres. Diana estaba mortificada y los invitados lo notaron. El espléndido vestido negro que lucía no le había gustado a su prometido. “Sólo se visten de negro las personas que están de luto”, le dijo Carlos. Sin embargo, el día de la boda, el imperturbable Carlos se conmovió. Y al Obispo de Canterbury no le quedó otro remedió que pronunciar, en inspirado arrebato, la frase célebre “De esto [amor] están hechos los sueños”. Diana era una novia hermosa y emocionalmente confundida. Desde sus casas, 750 millones de personas alrededor del mundo seguían “el sueño” por televisión.

La luna de miel fue a bordo del yate real Britannia y en pleno Mediterráneo. La intimidad era así: los recién casados, veintiunos oficiales, doscientos cincuenta y seis marineros, aparejos de pesca y media docena de libros de Sir Laurens Van Der Post. Sin embargo, dos acontecimientos incrementaron sus celos: de la agenda de Carlos cayeron dos fotos de Camila y, durante una cena, Carlos se presentó con gemelos nuevos: tenían un par de “C” entrelazadas. Pese a la multitudinaria compañía, la pareja parecía ser feliz. A su manera, Carlos amaba a Diana. Ella, por su parte, pensaba que todo cambiaría con su nueva vida de casados. Se equivocó, finalizada la luna de miel, Carlos volvió a su Camila y Diana a su bulimia. Además, estaban las presiones de su estrenada posición de Princesa de Gales y Alteza Real. Todo lo que hacía o decía, que además tenía que hacerlo o decirlo bien, empezaba a cobrar un inusitado interés de la prensa mundial. Diana tenía que sonreír. Había cámaras por todas partes. Había nacido un mito.

La relación de los príncipes mejoraba a ratos para hundirse después. Diana no tenía una mano de la que agarrarse. La familia real, propensa a esquivar cualquier manifestación emocional, se hizo a un lado. Aparecieron los psiquiatras y psicólogos. Los primeros intentos de suicidio. Diana estaba agobiada. Aterrorizada por las multitudes que la querían conocer. Fastidiada por los fotógrafos que no la dejaban en paz. Carlos permanecía indiferente. El resto de la familia la consideraba un problema. En esas circunstancias nació su primer hijo Guillermo. “Gracias a Dios no tiene las orejas de su padre”, exclamó la reina Isabel cuando vio al pequeño. Pero ni el nacimiento del primogénito calmó las agitadas aguas.

Continuará…

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