Opinió / Lluís Abbou

 

El Duque Philip, consorte de Isabel II de Inglaterra, murió el pasado viernes ocho de abril a los 99 años. Philip podría haber sido lo que hubiera querido, y eligió ser el protector y defensor de su esposa. Pasó una infancia terrible para luego convertirse en un héroe de guerra ascendiendo en la Royal Navy. Pero renunció a su brillante carrera militar por su esposa cuando su padre, el rey Jorge VI, murió repentinamente y ella sucedió en el trono a la joven edad de 27 años.

En la tercera temporada de The Crown (la exitosa serie de Netflix que relata los altibajos de la familia real británica desde la coronación de Isabel), el príncipe Philip es el centro de un importantísimo episodio. La premisa de dicho capítulo es la exploración de la obsesión (tal ficticia y tal vez no) del Duque con los astronautas que pisaron la Luna. Es el año 1969, y después de conocer a los cosmonautas del Apolo 11 en el Palacio de Buckingham, éste (interpretado por Tobias Menzies) no está satisfecho. Se da cuenta de que estos tres hombres son sólo personas comunes, incapaces de anhelar algo más profundo, algo más elevado.

No hay evidencia de que tal anhelo espiritual afectará alguna vez al difunto Duque de Edimburgo. Si bien las primeras temporadas de The Crown fueron elogiadas por su precisión, los historiadores y conocedores de la corona británica han criticado las suposiciones cada vez más extravagantes hechas por el prestigioso guionista Peter Morgan. Sin embargo, Morgan ha podido hacer algo poderoso: humanizar al príncipe más que cualquier libro, más que cualquier biografía o más que cualquier comentador. Extravagante o no, esta crisis de fe ficticia representaba a un hombre que no sólo era humano, sino que estaba solo.

Este episodio en particular, titulado “Moondust” (‘polvo lunar’), es la continuación de un tema recurrente en la serie: la pérdida de individualidad y personalidad del príncipe Philip como hombre dentro de la casa real. A lo largo de las temporadas, el Duque de Edimburgo de The Crown lucha con su papel de segundo de la reina. En el episodio cinco de la primera temporada, Philip se niega a arrodillarse ante su esposa ––tal vez demostrando que, al fin y al cabo, es un hombre mal educado y enfadado. Pero como todos los buenos antihéroes, su personaje está reivindicado. Morgan nos ayuda a comprender su infancia: nació sobre la mesa de una cocina en Grecia y un par de meses después tuvo que exiliarse a Alemania, pasó su juventud en un austero internado en Escocia, emocionalmente distante de su madre, todos los vínculos con su familia fueron cortados por los acontecimientos mundiales y un trágico accidente de avión. Su hedonismo y egoísmo de adultos son el punto de partida para convertirse en un sabio patriarca de la casa real. The Crown ha conseguido que Philip sea menos príncipe alarmante y más príncipe azul.

Si bien la serie disfruta examinando la vida interna del Duque, los momentos más complicados debido a los numerosos escándalos públicos del difunto monarca se pasan por alto. En lugar de cuestionar su supuesto papel en el Caso Profumo de 1963 o sus comentarios discriminatorios casuales y constantes, el programa opta por moverse en un mundo emocional imaginado. En algunos episodios, se nos anima a ver al consorte no como una figura pública, sino como una víctima.

No es sorprendente, entonces, que desde que se emitió la última temporada de The Crown en noviembre de 2020 los índices de popularidad del Príncipe Philip hayan aumentado, convirtiéndolo en el quinto miembro más popular de la monarquía inglesa. The Crown ha hecho que el publico olvide las palabras de Diana a uno de sus hijos (“Nunca chilles a nadie como lo hace el abuelo”) o lo que ésta dijo a Mohamed Al-Fayed, padre de su pareja en el momento de su trágico accidente (“Las amenazas están encabezadas por Felipe”). Quizás, e inesperadamente, este enfoque en las pantallas de las batallas internas y privadas del Philip hayan proporcionado un legado comprensivo y amable a una figura pública controvertida (pero, aún así, respetable).

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