Completamente a la deriva…

Opinió / Lluís Abbou

En la novela Las aventuras de un hombre cualquiera (Alfaguara, 2003), el británico William Boyd escribe: “¿Por qué el mar induce en nosotros estos sentimientos de trascendencia? ¿Se debe a que una vista sin obstáculos del cielo uniéndose al agua es lo más cercano que podemos llegar en esta tierra a un símbolo visual de lo infinito?” Estoy en Brighton, una ciudad situada en la costa sur de Inglaterra. Emergió como centro turístico durante el siglo XVIII y se convirtió en un destino principal para viajeros después de la llegada del ferrocarril en 1841.

La playa de Brighton es una larga costa de guijarros y arena, con socorristas en verano y tumbonas para alquilar. Mar adentro acecha el Brighton Palace Pier, un muelle de casi seiscientos metros con montaña rusa y otras atracciones. A escasos pasos del Brighton Pier se encuentra el espeluznante esqueleto de metal del West Pier, que alguna vez fue el mejor muelle de recreo de Gran Bretaña hasta que en 2003 fue destruido por el fuego. Tratándose de la rústica, tremenda y magnífica, vieja, gris y soleada Inglaterra, la playa es muy diferente a las que estoy habituado.

O eres una persona de la playa o no lo eres. No hay un punto intermedio, el intermedio es la persona de piscina. Y una persona de piscina no es una persona de la playa: a la gente de piscina le gustan las colchonetas, usan altavoces portátiles y dicen “esto es vida” mientras limpian discretamente el borde de una lata de refresco antes de tomar un sorbo y aprecian las propiedades del cloro que matan los gérmenes. A otros no les gusta la orilla del mar debido a lo poco práctico que es: la textura de la arena, por ejemplo, irrita. No les gusta la falta de baños públicos y tumbonas. El resentimiento por tener que preparar una bolsa de suministros.

El otro tipo de detractor de la playa es la persona que se ofende con ella en un nivel más filosófico. No vemos el sentido de un día en la playa. Después de 21 años, yo mismo todavía no entiendo lo que haces todo el día en una tumbona. Sin embargo, me gusta el mar. Me gusta contemplar el agua secarse y cristalizarse en senderos de caracoles salados en mi piel. Me gusta el olor a algas. Me gusta nadar saboreando la sensación de ser ingrávido, pero no me gusta la playa.

Miro el mar con la boca abierta, maravillándome de sus profundidades y fuerza, tranquilizado por mi propia insignificancia absurda. Como estudiante, paso días y noches delante de un ordenador en bibliotecas llena de pantallas, teclados y tazas de té vacías. Los fondos de pantalla de algunos terminales son una foto panorámica de la playa, que está a unos kilómetros, de modo que a veces lo único que veo es agua y horizonte. Me río de este prosaísmo, pero la falsa sensación de extensión de estas instantáneas proporciona una falsa calma mientras una ola de palabras y textos viene hacía mi sobre las 11:30pm.

Hace poco leí un poema publicado en The New Yorker en el que su autor Ben Purkert escribe: “Tal vez el océano no sea nada / excepto el sonido de nacer. / Debes recordarlo, ¿no? / ¿El aire frío golpeando tu piel? / ¿Las manos en las que caíste?”. No es una revelación declarar que la magnitud y la magnificencia de lo que constituye el 71 por ciento de esta tierra es humillante, pero no había pensado en cómo el mar nos recuerda nuestros orígenes; De lo que es ser nuevo y parte de un colectivo incomprensible e indestructible. Es la línea telefónica a todas partes, la línea de metro a todas las masas continentales. Quizás por eso el mar, el océano, es tan relajante y potente al ser recordado con una foto o un poema o el sonido en el hueco rosa pétalo de una caracola. Quizás por eso el mar, el océano, es tan relajante y potente: porque todos nos sentimos completamente a la deriva.

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