Opinió / Lluís Abbou

Seamos realistas, durante sus últimas semanas los aspectos positivos de la cuarentena fueron cada vez más difíciles de identificar. Fue genial estar tiempo con la familia, pero pasar 20 minutos diarios hablando sobre el reciclaje probablemente no sea el vínculo que la mayoría esperaban. Sin embargo, durante mi última semana en Londres hubo una cosa de la que no me cansé: caminar por las calles desiertas de Londres.

Durante los últimos días de abril salí a pasear por Euston Road, que normalmente es una calle con más gente que Magaluf en un verano normal. Me detuve frente el museo de cera Madame Tussauds y admiré la bendita ausencia de largas colas. Miré todos los escaparates en Savile Row, disfrutando de poder pagar los trajes que veía (principalmente porque casi todas las tiendas habían vaciado sus mostradores) y deambulando por New Bond Street, la calle comercial más cara de Europa, quedé maravillado por la ausencia total de vida humana (sobre todo de filipinas con Range Rovers y chófer).

¿Por qué fue algo tan genial? Bueno, en parte porque pude disfrutar de la fantasía duradera de ser un sobreviviente solitario; el protagonista de 28 días después, Wall-E o El único superviviente. De hecho, el sitio web de cine IMDB tenía una sección dedicada a “las mejores películas posapocalípticas”, con El último hombre vivo (1971) en el número uno y Amanecer de los muertos (1978) en segunda posición. Cintas de esa recomendación y muchas otras me ofrecieron un pasatiempo cuando no estaba fuera del mercado de Camden, respirando aire que por primera vez en mi memoria no olía a porro.

También está el hecho de que, con la ausencia de multitudes y tráfico, la historia natural de la capital se siente más tocable que nunca. En The Fields Beneath, el mejor libro que se puede encontrar sobre la historia de Londres, su autora Gillian Tindall habla sobre cómo la ciudad es simplemente un “campo disfrazado” porque “las carreteras principales, algunas más antiguas que su historia, se doblan para evitar pantanos secos y lagos o se desvía en un ángulo donde una vez estuvo la pared de una casa señorial”, “las colinas y los valles aún permanecen”, “los ríos, a pesar de estar sepultados por el alcantarillado, causan problemas en los cimientos de los edificios vecinos” y “los jardines de Londres deben su rica tierra vegetal al estiércol de caballos y ganado vacuno y residuos orgánicos de comidas inimaginables de tiempos remotos”. Vagando por la vacía capital uno puede apreciar la ciudad, su historia y naturaleza de un modo tangible en la paz y la tranquilidad.

Paseando por el medio de la calzada en Marylebone Lane, que va desde Oxford Street hasta Marylebone High Street, que normalmente está repleta de taxis negros y Bentleys y Aston Martins, podía sentir cómo dicha calle debe su forma sinuosa al río Tyburn que una vez ocupó el asfalto. Luego está Soho, que es difícil de imaginar como el coto de caza que alguna vez fue incluso con la ausencia de Ubers y multitudes. Hay, por primera vez en mi vida, la suficiente tranquilidad como para contemplar el pub John Snow en Broadwick Street conmemorando al cirujano que en 1854 descubrió el vínculo entre las víctimas de una epidemia de cólera y los que habían bebido de un pozo local. Y ahí pienso en otra gente, en conocidos que ahora son extraños. Nada es nuevo en Londres. La gran ciudad lo ha visto todo antes.

Vagabundear por la urbe, solitaria o no, es el equivalente de mirar las estrellas por la noche. Te da perspectiva, te hace apreciar tu insignificancia, te ayuda a darte cuenta de que todo es una fase y que esto también pasará. Que todo es temporal, que todo es efímero. Que todo tiene principio y final –desde las amistades hasta los libros.

Me gustaría alargar estos paseos londinenses, caminar por una esquina vacía de Hyde Park o la rotonda más concurrida y aterradora de Gran Bretaña, ver cómo es la casa de un conocido en Brixton sin tráfico psicótico y contaminación sofocante. Pero estaba limitado por dos cosas: la capacidad de mi vejiga (con los pubs y cafés cerrados, tenía que regresar a casa tan pronto como pareciera que debía orinar) y el miedo a que me arrestasen (el gobierno no daba orientación oficial sobre cuánto tiempo se permitía hacer ejercicio al aire libre y la aplicación de la ley era, una vez más, irregular). No veía a mucha gente andar por ese desierto urbano, pero seguro que alguien me hubiera reñido si mi comportamiento no hubiera sido el correcto. Esta pandemia ha provocado el auge de otro gran pasatiempo: decir a extraños que están haciendo algo mal.

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