Te responderé, cuando pueda o quiera

Opinió / Lluís Abbou

Hace unas semanas, una chica con la que me escribía me llamó mal educado por tercera vez en poco más de una semana y media porque no respondía a sus mensajes inmediatamente. Siguiendo el consejo de Carmen, la curandera energética que siempre me recuerda que nadie necesita energías negativas de otras personas, le dije que no se preocupará, que no tendría que volver a esperar a mis respuestas ya que nuestra conversación (que a pesar de haberse alargado casi un mes no había ido más allá de las redes sociales y no nos habíamos conocido aún en persona) había terminado. Vivimos, según el cliché, en una era de “comunicación instantánea”. Sólo que realmente no es así.

La verdad es que vivimos en una época en la que es posible la comunicación instantánea. Vivimos en un siglo en que un correo electrónico, un mensaje de texto o una llamada pueden recibir una respuesta en cuestión de segundos, pero eso no suele ser lo que sucede. Los correos electrónicos, y cada vez más mensajes de texto tipo WhatsApp, pueden tardar días en ser respondidos.

El resultado es la sensación de que todo el mundo podría (cuando quiere) responder de inmediato y la ansiedad que sentimos cuando la respuesta no llega a los pocos minutos. En los viejos tiempos, las respuestas instantáneas eran obligatorias (como en una conversación cara a cara) o imposibles (como en el correo postal) y ahora, sin embargo, hemos confundido el significado de ambos conceptos. Entonces, cuando no recibimos una respuesta rápida no sabemos qué pensar.

Esto explica el fenómeno particularmente moderno de estar involucrado, en cualquier momento, en media docena de situaciones emocionalmente incómodas que de hecho pueden no existir más allá de los límites de la propia cabeza de uno mismo. En este momento, por ejemplo, estoy convencido de que un conocido está molesto o angustiado porque todavía no he respondido a su mensaje pidiéndome si nos veremos antes de su mudanza a Alemania; Mientras tanto, una directora de cine a quien conocí en un almuerzo se ha quedado en silencio después de haberle enviado un entusiasta email: tal vez se ha dado cuenta de que me había confundido con alguien más notable y está demasiado avergonzada para admitirlo.

Sin embargo, por supuesto, no tengo ninguna evidencia de ninguna de las dos creencias: seguramente mi amigo no ha vuelto a pensar en el asunto mientras que la directora está muy ocupada y eventualmente responderá. Hay un tipo de locura especial y solitaria en experimentar tensiones continuas con personas que casi seguramente no están nada preocupadas por el mismo tema.

Sin embargo, esta ansiedad es el precio que estamos dispuestos a pagar por la sensación de control que recibimos al no sentirnos obligados a responder de inmediato. Lo que ha permitido la era de la comunicación instantánea es la capacidad de lidiar con la conversación por nuestra cuenta. Si cada vez más personas consideran que las llamadas telefónicas son una forma de emboscada ––¡oh, Dios! alguien me llama, será importante y tengo que responder sí o sí–– tal vez sea porque es difícil sentir que tenemos el control sobre alguien. Ya que ni podemos estar seguros ni podemos manejar temas como el trabajo, los estudios o el futuro del planeta, al menos deberíamos tener la libertad de encerrarnos dentro de nuestra mente y decidir exactamente quién y cuándo se entromete en nuestras vidas. Una manera de hacerlo es decidiendo cuándo respondemos a un mensaje.

El problema es que las desventajas de este tipo de control pueden terminar superando los beneficios. Un mundo en el que no estamos obligados a nadie es uno en el que nadie nos obliga a nada. Creo que prefiero poder elegir cuando respondo a ese mensaje de mi amigo. Pero lo que sucede en realidad es que el trabajo, los contactos reales y otros cientos de cosas se interponen en el camino, la respuesta se retrasa indefinidamente y un hilo más de la amistad se deshilacha. Si mi conocido de antes respondiera las llamadas, a pesar de su molestia por mi intrusión en su día a día, seguramente ya nos hubiéramos visto. Si esa chica del principio hubiera pensado que yo estaba en clase, en el gimnasio, que no tenía batería o megas para responder a sus mensajes, tal vez hubiéramos tenido una cita.

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